El doctor me recomendó reposo absoluto, por lo cual me fui de viaje; esto fue gracias a un accidente de bicicleta, por el cual sufría un dolor que hacía de mí un devoto a la Virgen y a todos los santos cada vez que yo intentaba asumir la pose normal de los humanos desde el Homo Erectus.
Esta mañana de mayo estaba en el hotel mirando la televisión peruana cuando apareció la noticia del asesinato de Stephany Flores Ramírez. Cuando pasaron la cara del asesino lo reconocí inmediatamente. Se había sentado en el asiento del lado, en el avión que tomé de Colombia al Perú aquel 14 de mayo.
Van Der Sloot, el compañero de cabina, había sido callado y amable, con un ligero acento al pronunciar el inglés y con un humor irónico; cuando aterrizó el avión me ayudó con mis maletas que, debido al bendito dolor de espalda no podía recoger.
En la televisión, ávidos de sacarle más al jugo a la noticia, entrevistaban a otros pasajeros del avión. Presentaron un hombre de porte aristocrático, con capa y todo lo necesario para ir a una fiesta de noche de brujas, era reconocido como Vlad Trepes. El reportero le preguntó qué sentía al haber estado tan cerca del asesino.
“Horrorizado. Cualquier hombre que haga eso a una joven y suculenta señorita no es más que un vil chupasangre” dijo, arrastrando las erres.
Luego presentaron a un químico londinense identificado solamente Dr. Jekyll que temblaba en todo momento con energía nerviosa.
“Es imposible que una persona normal realice actos tan deplorables. Creo que esto solo puede ser obra de una persona claramente desequilibrada”
“¿Puedes creerlo?”, les pregunté
“Sí”, me dijeron mis compañeros de cuarto.
Los había conocido en el mismo avión en el que Van Der Sloot había llegado al país. Eran un grupo de extranjeros, descendencia nórdica a mi parecer, que decían ser una banda con un nombre de lo más peculiar, los Pishtacos.
“A este país dejan entrar a cualquiera” remató.
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