Los políticos, salvo raras excepciones, suelen ser el objeto de frustración de la población. La mayoría de ellos elegidos por personificar el mal menor. Pero cuando surgen figuras que representan el cambio, una alternativa nueva, más fresca, puede convertirse incluso en símbolo de esperanza y hasta de endiosamiento.
El caso de Susana Villarán es extraño. En el Perú, hay una tradición de temor a la Izquierda azuzado por la guerra interna contra Sendero, que decía ser comunista-maoísta. Este miedo es la herida abierta que se intentó apretar durante la campaña electoral, no solo por parte de algunos contrincantes, sino también de medios de comunicación.
Susana Villarán, candidata al sillón municipal por Fuerza Social y aparentemente vencedora de los pasados comicios, proviene de un partido de izquierda democrática, que en el camino se ha aliado además con Patria Roja. A pesar de ello, sacó una ventaja impresionante sobre los candidatos de centro y pelea ahora con la candidata del Partido Popular Cristiano, Lourdes Flores.
El día de la votación, hacia las 5 de la tarde, cerca de mil personas entre simpatizantes, ambulantes, curiosos y periodistas habían concurrido a la Plaza San Martín. Se acomodaron lo mejor posible frente al Hotel Bolívar, donde se encontraba Susana Villarán y su equipo de campaña esperando los resultados. Desde afuera, ellos también vivían la incertidumbre cada vez mayor por la demora de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE). Sin embargo, los resultados de boca de urna presentados por dos encuestadoras les daba esperanzas y casi podían saborear la victoria. “¡Susana ya ganó, el miedo terminó!”, se animaban.
Hasta Radio Felicidad –emisora conocida por transmitir música del recuerdo- había enviado reporteros. Música variada de fondo acompañaba a la multitud ahí reunida. Reggae, sobre todo. Muchos habían llevado a su familia, otros estaban solos o con amigos. Y siguiendo un ritmo, repetían diversas frases como: “¡Ahora que digan que somos minoría!” o “¡Susana ya ganó, el pueblo la eligió!”.
Los ambulantes hacían su agosto. Vendían vinchas, calcomanías con las siglas de Fuerza Social –que la gente se pegaba en la ropa y el rostro-, pitos, viseras, banderines, de todo. Pero, sin duda, las bufandas de polar verde limón fueron la gran sensación. Por S/. 4 tenías el distintivo de Villarán.
Luego de un par de horas se asomó Villarán por uno de los balcones, pero no hablaba. La muchedumbre estaba emocionada. Ella movía su pashmina, como si con ello lograra abrazar a todos. En el medio de la multitud, un hombre le gritaba extasiado, una y otra vez, “¡Susana eres una diosa!”.
Ciertamente, era el único que le gritaba eso, pero a su costado, varias señoras clamaban que la necesitaban para acabar con el fraude y la corrupción. Y otros decían que con ella se había puesto fin al temor.
Otros dioses del Olimpo
No es la única. Alan García en un momento produjo ese sentimiento, claro está, antes de la hiperinflación. Pero incluso en su campaña para el segundo mandato, Alan conseguía seducir masas. “Es que habla bonito”, decían algunos encandilados. Hasta una paloma se posó sobre su cabeza. La foto es histórica.
Pero este alguna vez ídolo, también tuvo su dios. Se trata de uno aún más imponente, el fundador de su partido, Víctor Raúl Haya de la Torre. Según García, en entrevista con Beto Ortiz, se emociona al hablar de él porque es “el hombre más extraordinario que ha producido la Patria”.
Mucho se ha dicho de Haya de la Torre y quizás haya aún más material. Pero por el momento, basta con recordar la cantidad de gente que se presentó en su sepelio para darle el último adiós. Al parecer, tiene algo de sentido que Haya fuese concebido como una deidad. Muchos afirman que el APRA, más que un partido ideológico, es una religión.
Ollanta Humala, el outsider de las elecciones presidenciales del año 2006, también despertó en en varios sectores de la población una esperanza de inclusión –y acaso de exclusión en sentido inverso-. El discurso nacionalista de enaltecimiento de la cultura Inca y la 'raza cobriza' saciaba ese sentimiento de reivindicación de un grupo históricamente discriminado, a la vez que un sentimiento de venganza hacia los privilegiados.
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