Luces, color y Rock & Roll. Esos son los componentes que la noche del 29 de setiembre, Jon Bon Jovi inyectó en los asistentes del esperado concierto que la banda neoyorquina ofreció en Lima. Y como no existen anticuerpos para tal enfermedad, no hay nada mejor que dejarse contagiar y disfrutar de la convalecencia.
Debo confesar que no soy la más grande fanática del rock. Y tengo que admitir también que no tenía muchas expectativas sobre el concierto que Jon Bon Jovi iba a dar en Lima y fui con la idea de no perderme el concierto de una de las leyendas de la música ochentera. Pero cuando salí del Estadio San Marcos a las 12 de la noche después de escuchar al cantante, me di cuenta que me hubiera arrepentido si no rompía el chanchito y compraba mi entrada. La energía y la potencia que emanaba el mítico Bon Jovi desde el escenario llegaban a todos y fue capaz de convertir hasta a los más despistados en seguidores asiduos de sus canciones.
Caminando en círculos
Para muchos, la odisea comenzó tres días antes. Las carpas comenzaron a levantarse alrededor de la Universidad San Marcos para sacarle el jugo a los 600 soles que pagaron por su entrada y estar lo más cerca posible de su muy bien mantenido ídolo cuarentón. Al parecer, mi aventura se inició un poco tarde.
Jueves 29 de setiembre. 8:00 pm. Es ridículo pensar que ya llevaba unos 20 minutos atorada a solo dos cuadras del local del concierto. Pero así es Lima. Ni hablar, a caminar se ha dicho. La entrada al concierto era un caos y había que cuidar los bolsillos, evadir vendedores y tratar de no poner un pie en los ‘regalos’ de los caballos de los policías que resguardaban la Universidad antes de llegar a la larguísima cola que empezaba, por lo menos, seis cuadras atrás.
Finalmente puedo llegar a la puerta. Ahora la cuestión es encontrar un buen lugar en la tribuna que me correspondía. Bingo. La voz de Jhovan Tomásevic se elevaba en el estadio de San Marcos mientras me sentaba y empezaba a afinar la garganta para cantar las pocas canciones que había podido aprenderme antes del concierto. El ex vocalista de Zen, que hoy hace de telonero, sale de escena y las luces empiezan a bajar hasta que desaparecen por completo y el grito histérico de los presentes hizo resonar el lugar.
Con solo 5 minutos de retraso, un enorme círculo aparece en las pantallas gigantes y entre gritos podía ver cómo los que estaban en el césped avanzaban como hormigas empujándose para estar lo más cerca posible de su ídolo. El brillo de las cámaras fotográficas creaba un panorama increíble con chispazos alternados de algunos flashes. Con la primera nota de Blood on Blood, todo el público estalla de emoción.
La gente aún está fría: no se mueve ni canta. Hasta que Jon se para en medio del escenario y grita “Lima, are you with me? Show me what you got”. En ese momento, la gloria llegó con el primer acorde del clásico You give love a bad name. El gigante de San Marcos despertó y ya no había quien lo pare. El ingenioso e increíble juego de imágenes que la banda americana proyectaba en las pantallas gigantes dejaba anonadados a todos. Los rayos de luz que iluminaban la gris noche limeña contagiaban de energía rockera a los asistentes. Y la singular voz de Jon era la mejor acompañante para una alucinante noche que recién empezaba.
La banda electrizaba a todos los presentes. Tico detrás de la batería nos hacía vibrar, David con el teclado nos llevaba a la gloria y Richie nos hacía delirar con la guitarra. Para calentar el ambiente, los rockeros optaron por un clásico: Pretty Woman y los alaridos femeninos no se hicieron esperar.
Canción tras canción, la gente se va despertando más y más. Pero el clímax llegó con el himno a la ideología del rock y que muchos deberían seguir: It’s my life. Pareció ser la canción precisa para el momento: vivir cada día, es ahora o nunca porque uno no vive para siempre. Personalmente, esa única canción hizo que la espera, el frío y el cansancio que tuve que soportar valgan la pena. Fue como una explosión de adrenalina combinada con energía y emoción que era incentivada cada vez más con el color de las luces y el estadio que coreaba cada palabra a viva voz.
Viviendo en una oración
Entre más canciones sonaban, más cerca estábamos del final. Pero aún quedaba un exitazo que no había sonado y el concierto no podía terminar si es que no hacía su entrada. La oscuridad inunda el estadio y un único haz de luz ilumina a Jon, quien empieza a cantar una de las lentas, irreconocible. Parece ser una producción de su nuevo CD. Hasta que la cosa fluyó y todos caímos en la cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir. Guitarrazo, rock, excitación: era Living on a Prayer. Nada que hacer. Simplemente una magistral interpretación de uno de los mayores hits que la banda neoyorquina ha tenido en toda su historia musical. Como es de esperarse, el público en su totalidad gritó, saltó y enloqueció con el tema. Apoteósico.
La banda empieza a despedirse y parece que todo ha terminado. Salen del escenario, pero la gente pide más. Grita, reclama a la estrella, pide temas y no pierde las esperanzas de ver a su ídolo sobre el escenario nuevamente. Las luces se van y a lo lejos se ve a la banda reingresar al escenario para cantar la que ahora sí sería su última canción: la romántica Always. Cuando las luces de las cámaras fotográficas llenan el estadio, quiere decir que lo que se viene va a valer la pena. Y así fue. La energía rockera se convirtió en ternura y el amor inundó el aire de San Marcos. Esa fue una de las canciones que más hondo caló en el ánimo de la gente y la hizo vibrar al igual que uno de los temas más intensos.
Ahora sí Jon Bon Jovi baja del escenario y no vuelve a subir. Y nos toca a todos los asistentes volver a la realidad y apachurrarnos para poder salir del estadio. Estoy segura que muchos como yo se sienten contentos y casi extasiados por haber tenido la experiencia del rock, vivirla, sentirla en las venas, dejar roncas nuestras gargantas en su nombre. Lima tuvo que esperar más de 10 años para que Jon Bon Jovi pise suelo peruano pero valió la pena.
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