Un día con los vendedores ambulantes de la Javier Prado
“Casi siempre me levanto temprano, si es que mi mujer no lo hizo antes”, me cuenta Daniel sonriente, mientras espera que los carros detengan su marcha. De mediana estatura y tez cobriza, recuerda sus primeros once años en Chimbote con nostalgia. “Jugaba con mis hermanos todos los días y hasta tarde pero desde que mi mamá falleció nuestras vidas cambiaron”.
Tuvo que emigrar a la capital a vivir con una tía ya que su papá los había abandonado cuando todos aún eran muy pequeños. “Y hace 32 años estoy en Lima. Casi toda mi vida trabajé vendiendo”. Hoy vende libros y golosinas, y ya está listo para empezar a ofertar sus productos en el distrito de San Isidro, específicamente en la Av. Javier Prado.
Ubicado en el departamento de Lima, San Isidro es uno de los distritos más tradicionales entre la clase alta limeña. Hoy es el centro financiero más importante de la capital peruana. Sin embargo, pese a la modernidad que lo caracteriza, aún conserva áreas residenciales importantes como legados de la cultura indígena y colonial. Todo esto lo convierte en uno de los distritos más hermosos, tradicionales e históricos de Lima.
Hasta aquí ha llegado Daniel desde la lejana Ventanilla donde actualmente reside. “Hay que levantarse temprano para llegar hasta acá, sobre todo cuando tienes hijos, hay que darles el desayuno, mandarlos al colegio y recién venir para acá”, le escucho decir. A diferencia de San Isidro, donde Daniel vende sus productos, Ventanilla es un distrito mayoritariamente pobre, desordenado y con preocupantes niveles de contaminación ambiental.
Sin embargo, esto no amilana a nuestro personaje quien día a día lucha por sacar adelante a su familia. “Mi esposa también trabaja vendiendo golosinas pero en las afueras de las academias o universidades, yo lo hago aquí”, me cuenta. Incluso me hace recordar a uno de sus hijos que conocí tiempo atrás. “Antes mi hijo me ayudaba a vender en la Trilce (Academia), pero ahora ya no porque quiero que termine el colegio”, me revela.
La avenida Javier Prado
Recorriendo parte del distrito de San Isidro se ubica una de las avenidas más grandes de la capital peruana: Javier Prado. Daniel aprovecha el tráfico lento de las horas críticas para ofrecer sus libros. Junto con él un batallón de vendedores ambulantes en cuyos brazos cargan libros, discos, productos del hogar, que tratarán de vender mientras la congestión se mantiene. Con sus productos a cuestas recorren a pie alrededor de diez cuadras de la avenida Javier Prado.
Fue hace ocho años que conocí a Daniel y a su hijo. Por entonces, yo estaba en la academia ‘Trilce’ de la avenida Arequipa y me preparaba para ingresar a la Universidad de San Marcos. “En esa época tendría unos nueve años, ahora ya está por acabar el colegio”, me refiere Daniel.
“Por ese entonces no lo mandaba a estudiar porque me faltaba -me hace un gesto con los dedos refiriéndose al dinero- es por eso que lo traía conmigo”.
-¿Y cómo llegaste aquí?- le pregunto
-Me lo propuso un vecino. Me contó que en la Javier Prado podía vender libros con él. Así que conversé con mi esposa y acordamos que ella vendería en las academias y yo aquí –hace una pausa obligada en su relato. Y es que los carros han detenido su marcha y llega el momento de ofrecer los libros que, a bajo costo, intenta vender.
Son cerca de diez cuadras que los vendedores ambulantes van ofreciendo sus productos. Una venta que se inicia desde el cruce con la avenida Arenales, que colinda con el zanjón de la avenida Arequipa. Frente a aquella avenida se ubica un banco que está cercado por unas rejas que, a su vez, limita con unas veredas que sirven a los vendedores para descansar y en algunos casos como comedor a la hora del almuerzo. Sin embargo, este no es el único lugar que sirve de reposo, la berma central también se ha vuelto parte de ellos.
Observo que algunos de los vendedores lo hacen con chalecos de color verde oscuro y con una frase, en el reverso del mismo, un tanto irónica, en el que hacen referencia a que están contra la piratería. Aunque, para dejar de pensar en lo irónico del mensaje en el chaleco de los vendedores, tendría que cerciorarme si los productos que ellos ofertan son también piratas.
Alrededor de la una de la tarde muchos de ellos empiezan a degustar los platos traídos por sus familiares u ofrecidos por algunas señoras dedicadas a la venta de estos productos. Daniel es uno de los que prueba la sazón de estas amas de casa que, al igual que la mayoría de los comerciantes, son el sustento de sus respectivos hogares.
En la Municipalidad
- En este momento no hay nadie que te pueda atender, ven mañana o en todo caso llama con anticipación para que pueda concertarte una cita con el encargado de dicha área - me contesta amablemente una señorita,
- Es para una entrevista sobre los vendedores de la Javier Prado.
- ¿Los que están por Orrantia?- se cerciora.
- Ajá.
- Mire, yo le voy a hacer presente al encargado, no se preocupe. Si puede llame más tarde- me responde, cambiando su amabilidad del principio por una voz más tosca y seca.
De vuelta en la Avenida
Regreso a la Javier Prado y saludo nuevamente a Daniel, quizá el me pueda contar el por qué algunos comerciantes usan el chaleco. “Hace medio año usábamos casi todos ese chaleco, nos dijeron que podíamos vender tranquilos sin que la policía nos moleste al usarlos. Pero después, como que algunos lo fueron dejando de lado, creo que por ese tiempo había una campaña fuerte contra la piratería y ellos (la municipalidad), creo que querían dar una buena impresión”.
Alrededor de las seis de la tarde, mientras Daniel vende entre el caos vehicular que está en su punto más alto en la Avenida, me acuerdo de llamar a la Municipalidad. Me contesta una señorita, pero creo que no es la misma de la primera vez, su voz es más pausada como si hiciera comas en cada palabra que pronuncia. “Señor, no hay quien pueda atenderlo a esta hora, llame mañana. Seguro que lo atenderán”. Por cierto, intenté, una cuantas veces más, el día siguiente pero creo que ya tenían preparado una contestadora personal para mí: la respuesta era similar a las anteriores.
Sin poder esclarecer el origen de las cosas que los vendedores ambulantes venden en la Avenida, llega la noche. “Por lo general a esta hora me voy”, me dice Daniel. Son las 7y18pm. Antes de despedirme, le hago recordar que no se olvide de traerme mañana el último libro de Vargas Llosa. Los tres ejemplares que hoy trajo se le agotaron.
-No te preocupes amigo, mañana te lo traigo-, me contesta sonriente.
-Y salúdame a tu hijo-, le grito mientras sube a su bus con destino a Ventanilla.
“Casi siempre me levanto temprano, si es que mi mujer no lo hizo antes”, me cuenta Daniel sonriente, mientras espera que los carros detengan su marcha. De mediana estatura y tez cobriza, recuerda sus primeros once años en Chimbote con nostalgia. “Jugaba con mis hermanos todos los días y hasta tarde pero desde que mi mamá falleció nuestras vidas cambiaron”.
Tuvo que emigrar a la capital a vivir con una tía ya que su papá los había abandonado cuando todos aún eran muy pequeños. “Y hace 32 años estoy en Lima. Casi toda mi vida trabajé vendiendo”. Hoy vende libros y golosinas, y ya está listo para empezar a ofertar sus productos en el distrito de San Isidro, específicamente en la Av. Javier Prado.
Ubicado en el departamento de Lima, San Isidro es uno de los distritos más tradicionales entre la clase alta limeña. Hoy es el centro financiero más importante de la capital peruana. Sin embargo, pese a la modernidad que lo caracteriza, aún conserva áreas residenciales importantes como legados de la cultura indígena y colonial. Todo esto lo convierte en uno de los distritos más hermosos, tradicionales e históricos de Lima.
Hasta aquí ha llegado Daniel desde la lejana Ventanilla donde actualmente reside. “Hay que levantarse temprano para llegar hasta acá, sobre todo cuando tienes hijos, hay que darles el desayuno, mandarlos al colegio y recién venir para acá”, le escucho decir. A diferencia de San Isidro, donde Daniel vende sus productos, Ventanilla es un distrito mayoritariamente pobre, desordenado y con preocupantes niveles de contaminación ambiental.
Sin embargo, esto no amilana a nuestro personaje quien día a día lucha por sacar adelante a su familia. “Mi esposa también trabaja vendiendo golosinas pero en las afueras de las academias o universidades, yo lo hago aquí”, me cuenta. Incluso me hace recordar a uno de sus hijos que conocí tiempo atrás. “Antes mi hijo me ayudaba a vender en la Trilce (Academia), pero ahora ya no porque quiero que termine el colegio”, me revela.
La avenida Javier Prado
Recorriendo parte del distrito de San Isidro se ubica una de las avenidas más grandes de la capital peruana: Javier Prado. Daniel aprovecha el tráfico lento de las horas críticas para ofrecer sus libros. Junto con él un batallón de vendedores ambulantes en cuyos brazos cargan libros, discos, productos del hogar, que tratarán de vender mientras la congestión se mantiene. Con sus productos a cuestas recorren a pie alrededor de diez cuadras de la avenida Javier Prado.
Fue hace ocho años que conocí a Daniel y a su hijo. Por entonces, yo estaba en la academia ‘Trilce’ de la avenida Arequipa y me preparaba para ingresar a la Universidad de San Marcos. “En esa época tendría unos nueve años, ahora ya está por acabar el colegio”, me refiere Daniel.
“Por ese entonces no lo mandaba a estudiar porque me faltaba -me hace un gesto con los dedos refiriéndose al dinero- es por eso que lo traía conmigo”.
-¿Y cómo llegaste aquí?- le pregunto
-Me lo propuso un vecino. Me contó que en la Javier Prado podía vender libros con él. Así que conversé con mi esposa y acordamos que ella vendería en las academias y yo aquí –hace una pausa obligada en su relato. Y es que los carros han detenido su marcha y llega el momento de ofrecer los libros que, a bajo costo, intenta vender.
Son cerca de diez cuadras que los vendedores ambulantes van ofreciendo sus productos. Una venta que se inicia desde el cruce con la avenida Arenales, que colinda con el zanjón de la avenida Arequipa. Frente a aquella avenida se ubica un banco que está cercado por unas rejas que, a su vez, limita con unas veredas que sirven a los vendedores para descansar y en algunos casos como comedor a la hora del almuerzo. Sin embargo, este no es el único lugar que sirve de reposo, la berma central también se ha vuelto parte de ellos.
Observo que algunos de los vendedores lo hacen con chalecos de color verde oscuro y con una frase, en el reverso del mismo, un tanto irónica, en el que hacen referencia a que están contra la piratería. Aunque, para dejar de pensar en lo irónico del mensaje en el chaleco de los vendedores, tendría que cerciorarme si los productos que ellos ofertan son también piratas.
Alrededor de la una de la tarde muchos de ellos empiezan a degustar los platos traídos por sus familiares u ofrecidos por algunas señoras dedicadas a la venta de estos productos. Daniel es uno de los que prueba la sazón de estas amas de casa que, al igual que la mayoría de los comerciantes, son el sustento de sus respectivos hogares.
En la Municipalidad
- En este momento no hay nadie que te pueda atender, ven mañana o en todo caso llama con anticipación para que pueda concertarte una cita con el encargado de dicha área - me contesta amablemente una señorita,
- Es para una entrevista sobre los vendedores de la Javier Prado.
- ¿Los que están por Orrantia?- se cerciora.
- Ajá.
- Mire, yo le voy a hacer presente al encargado, no se preocupe. Si puede llame más tarde- me responde, cambiando su amabilidad del principio por una voz más tosca y seca.
De vuelta en la Avenida
Regreso a la Javier Prado y saludo nuevamente a Daniel, quizá el me pueda contar el por qué algunos comerciantes usan el chaleco. “Hace medio año usábamos casi todos ese chaleco, nos dijeron que podíamos vender tranquilos sin que la policía nos moleste al usarlos. Pero después, como que algunos lo fueron dejando de lado, creo que por ese tiempo había una campaña fuerte contra la piratería y ellos (la municipalidad), creo que querían dar una buena impresión”.
Alrededor de las seis de la tarde, mientras Daniel vende entre el caos vehicular que está en su punto más alto en la Avenida, me acuerdo de llamar a la Municipalidad. Me contesta una señorita, pero creo que no es la misma de la primera vez, su voz es más pausada como si hiciera comas en cada palabra que pronuncia. “Señor, no hay quien pueda atenderlo a esta hora, llame mañana. Seguro que lo atenderán”. Por cierto, intenté, una cuantas veces más, el día siguiente pero creo que ya tenían preparado una contestadora personal para mí: la respuesta era similar a las anteriores.
Sin poder esclarecer el origen de las cosas que los vendedores ambulantes venden en la Avenida, llega la noche. “Por lo general a esta hora me voy”, me dice Daniel. Son las 7y18pm. Antes de despedirme, le hago recordar que no se olvide de traerme mañana el último libro de Vargas Llosa. Los tres ejemplares que hoy trajo se le agotaron.
-No te preocupes amigo, mañana te lo traigo-, me contesta sonriente.
-Y salúdame a tu hijo-, le grito mientras sube a su bus con destino a Ventanilla.
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